Las palabras son mis ojos

Misael Habana de los Santos.

 

El piso de tierra de la fonda, hondo y cacarizo, hace que las mujeres que sirven platos caminen con sumo cuidado, como si lo hicieran sobre alambre y sin red, todos los días, para no derramar las ollas de caldo caliente que esperan viajeros impacientes sentados en sillas y mesas de plástico blanco de esta cocina a la orilla de la carretera federal 200.

 

Hazaña aprendida con relativa rapidez y eficiencia por estas mujeres originarias de Cruz Grande, Guerrero, que hacen su trabajo sin dejar de manipular el teléfono celular para responder a los mensajes de las redes sociales que les exigen presencia y urgencia.

 

Madre e hija, la primera dueña de la cocina y prisionera de una diabetes que la está matando poco a poco, que la ha exprimido como trapo viejo dejándole con el cuero pegado a los güesos a quien era una negra alta y frondosa como una parota.

 

La segunda, la hija menor, y la que “no sale ni en rifa. Solo quiere andar picando con uno y con otro” dice la madre que no ve cerca el tiempo en que se acaben sus compromisos con sus hijos.

 

No hay secretos familiares aquí y más para los que leen los ojos y hasta la más triste mirada.

La vida privada de ellas es pública para todos los que encallan aquí y que vienen a comer para luego continuar su destino, la mayoría de las veces desconocido para los ciegos.

 

– ¿Para donde vas? El caldo de cuatete y el de camarón es para los clientes de la mesa de allá.

 

— Yo llevo el pedido p’a los que están acá. Eso pude v’e y l’ee en tus ojos.

La hija entendió el metalenguaje y cambió el rumbo para entregar el pedido.

 

La muda mirada que Blanca, nombre propio de la negra, le echó a su hija la leímos todos los que la vimos. Fue un grito cómplice, silenciado pero efectivo.

 

Su hija, dentro de unos jeans entallados y desgastados, lo entendió mejor que todos los presentes y cambió la dirección de entrega de los caldos humeantes y como culebrina voló sobre las mesas sorteando a la clientela.

 

La mirada de Blanca sí me dió pánico soñar, no como la que le provocó aquel tipo a Blanco, sí a José Joaquín, en el Parque México, allá en La Condesa. Yo ví lo que ví, aquí fue en la Costa Chica y ahí confirmé lo que leí en un poema de Octavio Paz: “No veo con los ojos: las palabras son mis ojos”.