Misael Habana de los Santos
Nadie en el Café Astoria pudo ponerse de acuerdo sobre el origen y especie de este árbol de brazos gigantes, su copa era una techumbre vegetal, un parasol gigante, cerrada, donde no se miraba ni el cielo y las palabras briosas de los diálogos de los cafetómanos eran libres, se columpiaban, escapaban entre las ramas de este monumento capricho de la vida.
Algunos sabihondos, se reunían muchos en el lugar, afirmaban con mucha certeza de que este gigante había sido traído en barco desde las Filipinas como el arroz y el guinatán, eso afirmaba Don Pepe Pasta en fina prosa mientras saboreaba el delicioso aromático que preparaba Doña Berta para su selecta clientela compuesta mayoritariamente por desempleados, jubilados, mal querientes del PRI, poetas sin poesía propia que cargaban a cuestas las metáforas amorosas de Jaime Sabines, periodistas que decían querer hacer con la pluma la revolución la que aún no llega y que aseguraban en los ochenta ya estaba a la vuelta de la esquina.
A toda esta tribu acapulqueña cobijó el amate que todos los meses, los años y sus días, se fue haciendo fuerte, poderoso hasta que sus brazos golpearon con furia las paredes de los edificios cercanos a donde fue plantado: en el límite del patio. Y sus ramas, a veces mutiladas, descuidadas, les cayó el comejen, se hizo viejo, enfermo pidió a gritos un médico que lo curara, que lo salvara.
Ojalá y se vuela a plantar no uno, sino varios de su especie no solo en el zócalo, sino en otros lugares de Acapulco.
El viejo amate, no estoy seguro si lo es, pero se le parece, es uno más de los que caminamos e hicimos vida en el zócalo. Es tan fraterno como los boleros, como los desempleados, como los pecadores que venden caricias porque no tienen otra cosa más que vender, como los ancianos abandonados que solo piden limosnas de palabras. El amate, como estos desesperados hilos de Eva, ha sido testigo de la historia y la búsqueda de justicia de los guerrerenses, de los familiares de los desaparecidos qué ha caminado y caminan por esta plaza. Testigo de todas las luchas, de todas nuestras alegrías y de buena parte de las tristezas.
Las ramas del amate sirvieron para colgar palabras, imágenes, en busca de justicia.
El amate y yo tuvimos una relación especial. Y cada acapulqueño que convivió en este espacio con frecuencia debe de tener la suya. El amate era de todos.
Ayer por la tarde, casi las cuatro de la tarde, caminaba bajo sus ramas con tres buenos amigos. Lo chulee, le dije encendidos piropos, le declaré mi afecto, exalte su belleza derramada que ya alcanzaba el centro de la plaza.
Este miércoles amanecí en la Ciudad de México, uno de los amigos que cruzaba ayer la plaza acapulqueña conmigo me mando una foto y eras tú medio muerto, medio vivo, verde. La foto traía un breve texto: “El árbol que comentábamos ayer en el zócalo. Se cayó”.
Solo respondí al whatsapp: ¡qué pena! Y me puse a escribir estas palabras para ustedes.
El zócalo no perdió un árbol—un ejemplar de estos se puede plantar de nuevo — perdió un referente estético y político.