Diario de guerra.

Comparto aqui mi relato personal de estos días aciagos, con una rayita de pila y el corazón adolorido. Para quienes quieran conocer una versión real de lo que aquí se vivió.

Martes 24. Mediodía atrás.

Hace unos años me aficioné por el tema del clima y revisaba a menudo la formación de los huracanes en el Océano Pacífico, frente a nuestras costas.

Desde que el aire a diferentes temperaturas genera condiciones para una zona de baja presión que luego puede evolucionar a depresión tropical, tormenta tropical y huracán, dependiendo la fuerza de sus vientos.

Di seguimiento a la formación de Otis desde el día lunes 16 de octubre en que era apenas una zona de baja presión con 20% de probabilidad de desarrollo ciclónico.

Entre el viernes 6 y el miércoles 11 de octubre, la tormenta Max nos había dejado lluvias intensas que nos recordaron la fuerza y poder de la naturaleza. Los arroyos crecieron de nivel y un repartidor de comida se volvió la tendencia en la ciudad.

El huracán Lidia había golpeado Jalisco y Nayarit días antes y el huracán Norma golpearia Baja California Sur, días después. A finales de agosto, el huracán Hillary había sacudido Baja California Norte e incluso California, en EU, algo pocas veces visto.

Todo ello advertía que una pequeña zona de baja presión con trayectoria cercana a Guerrero ameritaba ser vigilada con demasiada atención.

Otis se desplazó lentamente durante una semana como zona de baja presión a menos de 10 km/hr. Sin embargo, su trayectoria siempre fue directa a nuestra ciudad.

Quienes se dedican al análisis del clima de manera profesional o aficionada vieron a Otis avanzar como una pequeña perturbación, hasta la noche del domingo 22 de octubre en que se convirtió en tormenta, a 800 km de Acapulco.

Todo el lunes 23, continuó avanzando lenta muy lenta, a menos de 10 km/hr pero sin variar su trayectoria.

Al amanecer del martes 24, Otis se situaba a menos de 300 km de Acapulco y de pronto… detonó.

Al mediodía del martes 24 de octubre, la tormenta tropical Otis se convirtió en huracán categoría 1, con vientos de 130 km/hr.

A las 2 de la tarde, pasó a ser un huracán de categoría 2, con vientos de 155 km/hr.

A las 3:30 de la tarde se convirtió en un huracán de categoría 3, con vientos de 205 km/hr.

A las 7 de la noche ya era un huracán de categoría 4, con vientos superiores a 240 km/hr.

Y para las 9 de la noche, Otis había alcanzado la categoría 5, la máxima en la escala Saffir Simpson, de medición de huracanes, con vientos sostenidos de 260 km/hr.

En las mediciones del Centro Nacional de Huracanes, Otis presentaba en su ojo, rachas de vientos de 315 km/hr.

Cerca de las 10:30 de la noche se declaró a Otis como el huracán más poderoso de la historia del Pacífico Norte.

En ese momento, situándose a menos de 100 km del puerto de Acapulco, desde el satélite, Otis era un ojo enorme y compacto, más parecido a un tornado de 25 kilómetros de ancho que a cualquier huracán antes visto.

Una medición posterior, registró la cifra récord de 330 km/hr.

Mientras expertos esperaban que el huracán desviará ligeramente su trayectoria hacia la Costa Grande y golpeara Guerrero entre las 4 y las 6 de la mañana, Otis, convertido en un tornado gigantesco aceleró su movimiento y enfiló directamente a la bahía de Acapulco.

Justo antes de perder la luz y la señal, a las 11:30 de la noche, pude ver que Acapulco era tendencia mundial en twitter, pues meteorólogos de todo el mundo, no daban crédito a lo que veían en sus radares.

Nunca antes en la historia un sistema había pasado de tormenta tropical a huracán categoría 5 en menos de 12 horas.

Páginas en ruso, árabe, hindú e inglés, auguraban la catástrofe y advertían desde ese momento que no había construcción o infraestructura humana, que pudiese soportar lo que iba a suceder.

El último tuit que vi, de un meteorólogo de la NASA, advertía que el mar podría presentar olas de 8 a 9 metros, derivado del viento y se podría salir e inundar algunas partes de la franja costera.

Nunca lo pensé. Nunca lo creí. Nunca lo imaginé.

A las 11:35 de la noche, perdimos la señal del celular. A las 11:40, se fue la luz. Lo que vino después, fue inenarrable.

Miércoles 25. La hora cero.

Si los vientos de un huracán pudiesen clasificarse por categorías, a medida que va entrando en tierra, creo que nosotros los sentimos todos.

De 12 a 2:30, sentí los vientos crecer en fuerza y rabia, cada media hora.

A la medianoche, que yo llamé después fase I, comenzaron los primeros vientos del huracán, después de una quietud extrema en la que no se movía ni la hoja de un árbol. Estos primeros vientos, que eran apenas un aviso, fueron tan fuertes como los de cualquier huracán del que tuviese memoria.

A las 12:30, tras ligerísimas pausas, su fuerza se incrementó (fase II) comenzando a hacer sonar las techumbres de las casas cercanas, como matracas. En ese momento, en casa, solo pensábamos en nuestras familias, en otras partes de la ciudad.

Para la 1 de la madrugada (fase III), los primeros techos de lámina que los acapulqueños suelen colocar para cubrir sus azoteas del sol, comenzaron a volar por los aires. Estando en el cuarto, corrimos hacia el closet y nos arrinconamos, temerosos de que algún objeto impactara las ventanas. Vidrios de la sala comenzaron a reventar uno tras otro. En ese momento recé en silencio y pedí a Dios que ya fuera lo último.

Tras una ligera pausa, a la 1:30 a.m., el viento aún se incrementó (fase IV). Afuera comenzaron a caer todas las macetas una tras otra, un pino pegado a nuestra ventana comenzó a crujir, como si fuera a partirse, varias láminas caían, arrastraban y chocaban por el patio, pero no eran nuestras. Y nosotros queríamos meternos abajo de la cama, pero ya quedaba lejos.

A las 2 de la mañana (fase V), la ventana del otro cuarto se abrió de golpe, la de nuestro cuarto se movía sobre su sitio como si fuera a desprenderse de un momento a otro, el viento provocaba un chillido similar al de un animal herido o una persona gritando y el horror me hacía preguntarme si la fuerza del huracán estaría elevando gente de otras casas por los aires. Los oídos zumbaban como cuando vas en carretera o en avión. Como pudimos levantamos el colchón y la base y les recargamos contra la ventana que amenazaba con desprenderse completa del cuadro. La sensación en ese momento, no la experimenté jamás. Era una desesperación o un miedo indescriptible. La azotea de la casa se estremecía de objetos que la golpeaban y el suelo retumbó pues como vimos después, parte del muro del vecino había caído hacia nuestro patio. Para ese momento, como muchos en Acapulco, creíamos que el viento iba a arrancar las casas desde sus cimientos y las elevaría por el aire, a pesar de ser de material.

Poco después de las 2:30 el aire comenzó a calmar y nos permitió salir a asomarnos a la puerta pero todavía con el temor de que solo fuera una pausa.

Afuera todo era un caos. Los dos árboles de mango que tenemos en casa, habían perdido todos sus ramales, quedando solo los troncos en pie. Un poste de luz en la calle, frente a la puerta estaba inclinado sobre mi carro, sostenido solo por los cables que lo tensaban y las techumbres de las casas vecinas, habían desaparecido.

Jueves 26. El último de nosotros.

Ese miércoles apenas amanecer salimos de casa rumbo al centro a buscar a nuestras familias. En carro no se podía llegar ni a la esquina pues en cada cuadra de la colonia había por lo menos 3 o 4 árboles caídos, láminas, tejas, vidrios paredes y por lo menos un poste tirado.

Caminamos sobre Calzada Pie de la Cuesta antes de las 7 de la mañana y el panorama era desolador. Ahí no había pedazos de lámina, había techumbres completas, con todo y estructura. Espectaculares derribados, postes, semáforos, anuncios de calles y hasta enormes pedazos de plafón.

Íbamos menos de 50 personas caminando. Pasamos por las tiendas comerciales cuando la mayoría no se atrevía todavía a salir de sus casas. Pero la inquietud de llegar a ver a la familia era lo único en mente.

Subimos por la calle Vicente Guerrero para salir al zócalo y en las Crucitas y el Teconche, la escena era la misma: pedazos de metal y madera tirados en la calle o incrustados en algún auto.

El zócalo era un cementerio de árboles caídos. No quedó uno solo en pie. Solo el pequeño kiosco recién construido en metal forjado resistió el embate del aire, con todo y lámparas. Catedral lucia intacta, con todo y sus figuras en las torres.

Caminamos hacia CAPAMA por Hidalgo y a la par de los escombros, las calles aledañas estaban inundadas.

Rescatamos a la familia de entre los escombros y tuve que regresar caminando para buscar una ruta que me permitiera llegar en auto por la abuela, que no puede caminar. Del mismo modo, tenía que ver si mi papá estaba bien.

De vuelta al cerro, al pasar de nuevo por el zócalo, no pude evitar esa curiosidad que trae consigo la tragedia y caminé hacia el malecón, con intención de ver el color del mar tras la tormenta.

La Costera lucia encharcada, lo que dejaba ver que el mar había salido hasta cubrirla por completo. No quedaba un solo yate en el malecón y pensé que quizá los habían llevado a algún sitio antes de la llegada del huracán, pero luego entendí que no, que quienes se dedican a eso, suelen alejarlos del muelle para evitar que se golpeen, pero allá, un poco mar adentro, no quedaba ninguno.

Tardé un largo rato en identificar una pieza de metal enorme en color rojo y azul sobre el malecón y unos fierros asomando por encima de la superficie del agua. Y me aterroricé al ver que era un barco enorme que apenas un día antes estaba a media bahía.

Regresé hacia Cuauhtémoc, era antes del mediodía. La gente comenzaba a agolparse afuera de las tiendas departamentales pero no se decidía a entrar a las mismas. Si me hubiera quedado habría sido de los primeros en entrar, pero era más la premura por encontrar un camino libre.

En Cuauhtémoc, como en Calzada, había estructuras muy grandes tiradas en el suelo, pero en apenas 3 horas la gente ya las había ido haciendo a un lado para dejar libre el paso de los autos.

Las cortinas de todos los negocios de la avenida habían sido sacudidas por el aire hasta desprenderse de su marco, eso fue detonante para que todas las mercancías quedaran a la vista.

Aquiles Serdán estaba llena de escombros pero había un camino entre los mismos. La gente comenzaba a reunirse afuera de las tiendas.

No sé dónde comenzaron los saqueos o el pillaje pero de vuelta en Calzada la gente ya caminaba cargando cosas, algunos, con víveres y comestibles esenciales, otros, productos y hasta aparatos de todo tipo.

Un par de días caminé por más de media ciudad con una mochila al hombro entre miles de personas que saqueaban todo lo que encontraban a su paso, como una horda de zombies que solo buscan alimentar el insaciable deseo de consumo que durante años nos han inculcado los mercaderes globales.

No diré nada al respecto de las personas que robaron esos días. Siempre he pensado que la persona que juzga a los demás solo busca engañarse a sí mismo con que él sí es buena persona.

Hoy puedo decir que fuimos las únicas personas que no robaron nada en los saqueos. Y no me da el mínimo orgullo. Cada que ocupaba algo elemental en los días siguientes, me arrepentía de no haber entrado a sacarlo de los almacenes.

Mucha gente dirá que los acapulqueños son como una horda de canibales. La realidad es que lo mismo habría ocurrido en Nueva York, en Paris y quizá en Tokio. Y la realidad también es que muchos de los que hablaron mal de las imágenes de los saqueos, habrían hecho lo mismo.

Insisto. La gente juzga para sentirse bien consigo mismo.

El día de mañana, cuando todo esto pase, incluso las personas que saquearon hablaran pestes de la autoridad que no los detuvo.

La gente es rara a veces. Y en momentos de tinte apocalíptico como este que vivimos, llegas a la conclusión de que estamos condenados a la desaparición inmediata, si un día ocurre un cataclismo.

Viernes 27. 12 horas para sobrevivir.

Como suele ocurrir en estos casos, después del festín salvaje, viene la culpa. De entre quienes robaron, algunos querían seguirlo haciendo y otros creían que debían defender el producto de sus robos del resto.

Comenzó una situación de pánico generalizado en el que el temor al otro hizo presa de los nervios.

La gente levantó barricadas en cada esquina para impedir el paso de personas ajenas a su calle. Pero ni siquiera sabían quién era su vecino porque hacía años se había perdido el don de la comunidad.

Los mismos vecinos tenían miedo del de junto o del de la casa de enfrente. Y ese temor al otro que divide a la humanidad, hacía víctima de todos los hogares.

En el día todo era tranquilidad y trabajo en calles y patios, mientras algunos rezagados aún buscaban entre los escombros, las últimas migajas de oropel. Pero apenas llegar la oscuridad a las 7 de la noche, parecía como si una alarma marcara el inicio de la purga y todo aquel que estuviese en la calle se convertía en un cadaver seguro.

Sábado 28. Un lugar en el silencio.

La noche siguiente, ante la ausencia de seguridad, la gente se encerraba en sus casas, apilaba cualquier herramienta con la que pudiese defenderse de un posible intruso, no encendía ni veladoras para alumbrarse y dormía pegada a sus puertas y ventanas en espera del asalto.

Ese cuarto día entendí a las razas antiguas y su veneración al sol, a la luna llena y su temor a la oscuridad y a la noche. El temor al prójimo es el demonio de la humanidad. No importa de que raza provengas.

Cada nuevo día parecía ser peor que el anterior y la gente al amanecer solo hablaba de abandonar la ciudad que parecía condenada.

Domingo 29. La huida.

El domingo 29, una casa tras otra iban quedando vacías. Quienes tenían la fortuna de tener familia en municipios como Coyuca, San Marcos, Chilpancingo o las regiones cercanas huyeron en cuanto se pudo salir.

Muchos más hablaban de huir a México o a otras ciudades y no volver jamás.

En la calle, de 10 familias, 5 se fueron. Ya ni siquiera el temor a que saquearan sus casas, los detuvo. Era mayor el miedo a ser víctimas de alguien, de alguna enfermedad o de las infecciones, porque los hospitales estaban cerrados o en pérdida total.

Lunes 30. Punto de partida.

No fue sino hasta el lunes que se vio llegar al personal de las fuerzas armadas a retomar algunas de las tareas más elementales.

Elementos de la Guardia Nacional recuperaron las gasolineras y comenzaron a acompañar a las empresas más grandes a tapiar sus tiendas e iniciar los avalúos con las aseguradoras y la vigilancia con empresas privadas venidas de fuera.

Los trabajadores del municipio comenzaron a verse por todos los rincones de la ciudad retirando escombros, pero habría que entender que con los escombros de cada casa en Acapulco, se llena uno o dos volteos. La tarea parece requerir de miles y miles de camiones. Y no hay ciudad en el mundo, ni Nueva York, ni Londres, ni Berlín, que los tenga.

Cada quien sacará sus propias conclusiones de la labor gubernamental o institucional. Cada quien emitirá su juicio y opinión política sobre la tragedia. Muchos hablaran y emitirán sabios comentarios sin siquiera conocer Acapulco. Y muchos más se llenarán la boca con acusaciones a las autoridades intentando así congraciarse con el pueblo.

La realidad es que lo que pasó aquí no ha tenido comparación. Ni el sismo de 2017 en CDMX, tuvo tanta destrucción. Ningún huracán en México golpeó con tanta fuerza y quizá sólo el Katrina en Estados Unidos haya sido tan devastador. Y vaya que le llevó tiempo a “la primer economía del mundo”, levantarse.

Hablando con un trabajador de CFE (los verdaderos héroes de esta batalla perdida) la noche de ayer, me decía que él estuvo también en Cancún tras el paso de Vilma y no se acercaba ni tantito a lo que hallaron aquí.

Martes 31. Halloween.

Escribo estas líneas durante la noche de este martes 31, noche de Halloween, una semana después de la noche del huracán. A oscuras y con el uno por ciento de pila en el celular, esperando mañana encontrar pila y señal en algún sitio para poder compartir este pequeño relato de quien de verdad vivió en carne propia el horror de un huracán categoría 5, con vientos récord, histórico a nivel mundial.

Cuando abrí esta página hace años, lo hice con la intención de compartir fotos bonitas del Acapulco y no emitir ningún juicio, ningún meme, ninguna opinión política, ninguna foto o video de mi persona buscando reflectores baratos, como se acostumbra hoy en día.

En estos días de dolor, pensé en cerrarla y me sentí culpable por haber advertido la llegada de Otis desde una semana antes y no haberlo advertido en este espacio. La verdad es que nadie hubiera creído algo como esto, porque algo como esto nunca se había visto.

Hoy la ciudad parece comenzar una reconstrucción que seguramente tardará años.

Estoy seguro que la avaricia de quienes aquí vivimos y quienes vienen de fuera a construir lujosos hoteles, hará una vez más que la ciudad se convierta en un caos a futuro.

La naturaleza sin embargo seguirá aferrándose a regalarnos bellos paisajes, hermosos atardeceres, noches maravillosas y cada día un brillante amanecer.

A todas y todos los que hablarán de esta ciudad, a todos los que lucrarán con el dolor ajeno, a todos los que buscarán desesperadamente pisotear a los demás para recuperarse primero, a todos los que ofrecerán ayuda sin darla y a todos los que nos abandonaron durante esta semana, por la razón que sea, que la vida les perdone.

A todos los demás. A los que trabajaron desde el primer día por levantar un poco el escombro a su alrededor, que la vida les premie.

Un día hablaremos de esto y habrán pasado años.

Y Acapulco seguirá aquí.
🙏🏼🕯️