Misael Habana de los Santos.
Parte uno.
La furia de Otis sobre Acapulco fue como una película de terror de tres largas horas de duración exhibida en la comodidad de nuestra casa y en donde los actores fuimos los que vivimos aquí.
El estreno de Otis en Acapulco se venía anunciando varios días antes, pero como siempre, no hicimos caso a la propaganda, ni dimensionamos en su total magnitud la furia de este fenómeno de categoría cinco y en tercera dimensión. He hablado con los acapulqueños más viejos, y ninguno recuerda este infierno, hasta hoy, tan temido por todos.
Ante el potencial destructivo de Otis, según los pronósticos de los expertos en meteorología del gobierno y privados, las autoridades intensificaron las campañas llamando a la población con un rosario de medidas bien conocidas por todos: guarda tus papeles oficiales, ten a mano una lámpara, aléjate de ventanas y corrientes de agua, y así sucesivamente.
No, no hicimos caso, porque estamos acostumbrados a no creerles a las autoridades y confirmamos que a pesar de todas las tragedias que hemos padecido, no hemos aprendido la lección de que vivimos en una zona potencialmente propensa a ser golpeada por fenómenos como huracanes, temblores, incendios, explosiones y otras desgracias, algunas de ellas construidas afanosamente por la ausencia de una cultura de protección civil.
Después de Otis, los acapulqueños o quienes vivimos aquí en este paraíso tendremos que aprender de la experiencia de esa larga noche de terror que inició el martes 24 de octubre a las 11:30 de la noche y que apenas concluyó a las 2:30 de la madrugada del siguiente día.
La desesperación de las autoridades era grande. Todavía, como a las 9 de la noche, recibí una llamada de la presidenta municipal, Abelina López, en la que me solicitaba colaboración para intensificar los anuncios preventivos a través de las redes sociales. Así lo hicimos. Ahora, de acuerdo a las cifras oficiales, en pérdidas humanas, el saldo final de la hecatombe no fue tan alto y no tiene ninguna comparación con lo que ocurrió con Paulina. Hasta este domingo se hablaba de menos de 60 muertos.
El potencial destructivo de Otis, con velocidades entre 200 y 300 kilómetros por hora, recayó en la infraestructura económica del puerto: caminos, calles, viviendas, edificios, negocios turísticos, embarcaciones, electricidad, telefonía y transporte. Al amanecer, no puedo decir al despertar, porque esa noche la gente no durmió, los efectos del huracán estaban ahí. Un Acapulco irreconocible: el paraíso con sus piernas y sus alas rotas. No podía volar, no podía caminar. Paralizado, entre fierros retorcidos de su supuesta grandeza, entre vidrios filosos que desgarraron su rostro, entre basura guardada bajo el colchón, entre el lodo como un ángel caído del cielo en una noche de tormenta.
¿Cuántos años costará recobrar su belleza ecológica, su vegetación? ¿Cuándo volveremos a vivir en el paraíso?
Lo que el viento se llevó.
Son las once de la noche y no pasa nada. Con información oficial de primera mano, una vez más pensé que sería otro pronóstico meteorológico fallido. Unos 30 minutos después, dos bandazos sonoros del aire anunciaron la llegada de algo desconocido pero esperado. Dos mandarriazos circulares a la izquierda y a la derecha azotaron la cara de la ciudad. A partir de ahí, ya no pudo seguir erguida, porque cada golpe por ambos lados se intensificaba en velocidad y fuerza. Los fierros crujieron, las tejas volaron, los vidrios de piezas enteras se desprendían de las torres de cristal que exaltaban la arrogancia y se astillaban en el pavimento. Los techos de láminas de las casas de los pobres que habitan en los cerros de repente se sintieron desnudos, mojados y viendo el cielo turbio y sin estrellas. Arrancó portones en las casas ricas. Destruyó restaurantes y hoteles de renombre. Miles de acapulqueños y visitantes salvaron sus vidas refugiados en baños, clósets, desvanes, estando en la sala de la casa. Nunca antes, creo yo, el repudiado clóset fue un lugar tan seguro para el resguardo familiar.
Los testimonios que he escuchado por doquier hablan de un largo horror, ni siquiera visto en las películas de Hollywood. “Papá, nos vamos a morir”, le dijo una niña de 9 años a un vecino rico que se metió en el clóset con sus dos hijos para salvarlos de los vidrios astillados que volaban cada vez que explotaba una ventana del edificio donde viven. Otro amigo que vive en el Fraccionamiento Brisas Guitarrón, casi adentro del mar, pagó caro el privilegio de mandar en la vida de otros. Los cuadros de pintores de renombre volaron y se fueron al mar, mientras él y su familia se resguardaron en el baño hasta el amanecer.
En las colonias populares, donde siempre falta algo, amanecieron con que faltaba todo: los techos de la casa, la ropa, las mascotas, el árbol del patio, los cachorros acumulados. Y faltaba, como siempre, comida. Y bajaron de los cerros para entrar a tiendas y llevarse lo que encontraron a su paso. Caos aprovechado por delincuentes que se llevaron llantas, estufas, refrigeradores, lociones, bolsas de marca, hasta las sillas para dar masajes que hay en los centros comerciales. ¿Y qué tiene que ver el hambre con robarte un aire acondicionado? No es el hambre del momento, es el hambre estructural de siempre.
El recuento inicial de los daños.
Hoy martes se cumplen siete días de la hecatombe.
Pero tengo buenas noticias, a pesar de nuestros 50 muertos hasta el día de hoy y nuestras 50 personas no encontradas, este martes unas 50 o más chachalacas volvieron a cantar como siempre, como si no hubiera pasado nada en Cumbres de Llano Largo. El coro de cacareos de estas gallinas silvestres, que viene de todas partes del bosque arrasado, desde los ramas sin hojas de los árboles fue una bendición, sin exagerar, una resurrección viniendo desde lo más profundo de la vida.
También volaron las cotorras. Vi asolearse a las iguanas. Y el bosque seco, café, comenzó a pintarse de un tímido verde tierno. Y el mar, estrella principal de esta ópera trágica, ha dejado de ser azul, como suele ser el mar, y se ha puesto el traje gris.