Foto: Yuri Valecillo

 

Julio Scherer sobre el lago Constanza

por Federico Campbell –  CDMX 15 febrero 2014

Atravesar el lago Constanza significa en Austria y Alemania pasar por un peligro sin darse cuenta. Peter Handke rememora esta leyenda en El cruce del lago Constanza: a media noche un jinete va en su caballo por un bosque y empieza a nevar. Se baja, camina jalando al caballo con la rienda y atisba a lo lejos la luz de una cabañita o una venta. Sigue en esa dirección y al llegar toca la puerta en busca de cama y comida. Cuando el ventero sale le pregunta:
-¿Y usted por dónde venía?
-De allá -le dice el jinete-. Y le señala el lago.
-No puede ser. El lago Constanza nunca tiene
más de tres centímetros de espesor.
Entonces el jinete se cae muerto.

Julio Scherer se ha pasado la vida atravesando el lago Constanza. Alguna vez, cuentan sus amigos, se les perdió a medianoche en Manhattan. Daban las dos de la mañana y de Julio no se sabía nada. Cuando de pronto reapareció le preguntaron.
-¿Pues dónde andabas?
-Pues por allá, en Harlem.
-¿Y no te pasó nada?
-No, ¿por qué? A mí nunca me pasa nada malo.
Harlem era todavía una zona de guerra, uno de los barrios más bravos en la ciudad con índice de criminalidad más alto del mundo. Y Julio la fatigaba tranquilo a las dos de la mañana.
Muchos años después, en la frontera que divide al El Salvador de Guatemala, Julio sí tuvo un susto, en serio. Fue a finales de julio de 1980.
Había ido a entrevistar a un jefe guerrillero salvadoreño pero la entrevista no pudo realizarse por falta de seguridad. No había aviones de regreso y decidió entonces regresarse en autobús hacia Guatemala. En mala hora. Justo en el confín lo detuvieron unos policías salvadoreños; le encontraron unos folletos propagandísticos en la maleta y lo encañonaron. De no haber sido por los kaibiles guatemaltecos, que literalmente se lo arrebataron a los salvadoreños, Julio no la hubiera contado.
-De haberlo entregado nosotros a los de El Salvador, como ellos querían, usted hubiera caído en manos de la policía y no se imagina lo que eso significa -le dijo un comandante guatemalteco luego de su liberación.
-¿Tortura, comandante?
-A lo mejor. O más sencillo: dos tiros en la carretera, desnudo, desfigurado, sin huellas ni identificación posible. Nadie, jamás, habría sabido de usted.
Ya sobre los 54 años, luego del golpe a Excelsior en 1976 y la fundación de Proceso el 6 de noviembre de ese año, Julio Scherer era tal vez el único director de periódico o revista que aún salía al campo de batalla. En El Salvador quería entrevistar al líder guerrillero Sebastián Cayetano Carpio. No se pudo, se sintió muy molesto y frustrado, y de muy mal humor se fue por tierra hacia Guatemala y México. Los kaibiles lo llevaron en un jeep a una barraca militar y lo encadenaron a un barrote de fierro toda una noche.
-Te voy a hacer mierda comunista hijoeputa -le advertía el teniente Chicho, paseándole una escuadra Beretta por el rostro.
Luego el teniente Pacho le informó que el servicio de Inteligencia ya lo había investigado.
-Usted es periodista internacional -le dijo el comandante.
-¿Y si no lo hubiera sido?
-No lo cuenta.
Aprovechando el raite (como dicen en Tijuana), Julio no desperdició la oportunidad que se le presentaba luego que le dieron de comer y de beber ron con soda: entrevistar al comandante. Cómo, cuándo, y por qué de la guerrilla, por qué su admiración por Fidel Castro, qué onda con la teoría del foco guerrillero, etcétera. Todavía no se le acababa el susto cuando irrefrenablemente se le salía el reportero que siempre llevaba adentro.

Así ha sido siempre. En el Club Deportivo Chapultepec, al que fue a nadar todas las mañanas durante muchísimos años, Julio ya estaba sacándole información a algún subsecretario de Estado o a un ministro como Jesús Silva Herzog, allí, en el vapor, en los vestidores, mientras se secaba. Sólo dejaba de ser reportero cuando estaba dormido. A todas horas lo era, desde que despertaba.
-A mí el acontecimiento me fascina -me dijo una vez-. Me electriza.
Empezó a trabajar en Excelsior en 1946, mientras estudiaba leyes en la UNAM, junto a su amigo Manuel Becerra Acosta. Poco a poco dejó de ir a clases y se fue perdiendo en el periodismo del mismo modo en que se dice “Dios se pierde en las cosas”. Por un embrujo. Por una pasión. El mundo estaba poblado de personas e historias maravillosas que había que salir a reportear y dar a conocer. Había nacido en el DF en 1926, hijo de un inmigrante alemán, Pablo Scherer, que fundó una de las primeras bolsas de valores en México y pudo comprar una gran casona colonial en la plaza de San Jacinto, en San Ángel, donde ahora está el Bazar del Sábado y crecieron Julio y sus hermanos Hugo y Paz.

Cuando en 1967 yo tenía una beca para estudiar periodismo en Saint Paul, Minnesota, solía enviar mis artículos al Diorama de la Cultura de Excelsior, el suplemento literario de los domingos, que dirigía Hero Rodríguez Toro. Ya le había remitido una crónica sobre los hippies en Harsh Ashbury en San Francisco y otra sobre una concentración contra la guerra de Vietnam en Central Park, Nueva York. También una muy personal entrevista con Robert Kennedy, desde Milwakee.
Cuando volví a México al término de la beca me pasé por Excelsior y Hero me dijo:
-Mira, te presento a Julio Scherer. Él ha sido el que ha estado metiendo en primera plana tus trabajos.
Me invitó entonces Julio a colaborar en las Últimas Noticias de Excelsior, el periódico vespertino. Y allí empecé con un artículo cada semana escribiendo sobre lo que yo escogiera escribir. Era 1968. Yo trabaja en la revista Claudia con Vicente Leñero y José Agustín. Vino el 2 de octubre y Excélsior (junto con La Cultura en México, de la revista Siempre!) fue de los pocos medios que informaron sobre la matanza tal cual. En medio de cierta paranoia y el terror de salir a la calle en las noches acepté un trabajo como corresponsal en Washington con tal de estar fuera de México y me fui el 31 de octubre.
Sentí que don Julio -como le decía entonces y todavía le digo- se había sentido conmigo por haberme ido a otra empresa periodística. Y me afectó más de la cuenta. De tal manera que cuando regresé de trabajar para AMEX no me atreví a buscar empleo en Excélsior y me puse a dirigir una revista médica. Eso significó que me perdiera de lo que verdaderamente estaba ocurriendo en el periodismo mexicano. No me conté entre los colaboradores de Excelsior -Ricardo Garibay, José Emilio, Leñero, Ibargüengoitia, Hugo Hiriart, Ester Seligson, Gastón García Cantú, Monsiváis- que firmaron la carta de solidaridad con la dirección de Julio Scherer cuando llegó el golpe desde Los Pinos. Me lo perdí. No lo viví. Por timidez, tal vez, por inseguridad. Y me lo reproché.
Y es que desde entonces había habido un equívoco: me lo tomé como a un padre. La clásica transferencia de manual. Puse en Julio Scherer una carga que no le correspondía. De tal manera que durante unos siete años, después de pasar uno en Barcelona, de 1969 a 1976, sólo me limitaba a saludarlo ocasionalmente, siempre de manera cordial y cariñosa. Por eso yo sabía que tenía allí, en su amabilidad, una puerta abierta.
Quiso el azar que el domicilio de Proceso en la colonia del Valle estuviera cerca del de Mundo Médico, donde yo trabajaba y estaba harto de tratar con gente de la industria farmacéutica que no me dejaban publicar nada mínimamente crítico. Ganaba bien, pero el trabajo no era interesante. Me pasé entonces a Fresas 13 y hablé con Scherer.
-Mañana empieza -me dijo y me señaló un escritorio y una máquina de escribir.
Rara avis entre mexicanos, Julio Scherer es alguien que dice sí o no inmediatamente. No se anda con ambigüedades, como es propio de los capitalinos. Si alguien le lleva un artículo le dice luego luego si se lo publica o no. Allí mismo. Al instante. La gente sabe a qué atenerse con él.
Trabajé entonces en Proceso desde finales de 1976. Todavía me tocó el último suspiro del régimen siniestro de Echeverría. Hice de reportero, redactor, corrector de pruebas, editor de libros. Conocí la mayor parte del país y algunas ciudades del extranjero. Y luego de once años, en 1988, terminé de estar en Proceso. Sentí que ya no me desarrollaba más, que tenía que crecer y buscar otros caminos.
Creo que mi mejor experiencia en la revista fue conocer y tratar a Julio Scherer.
-Nosotros no publicamos la verdad -me decía-. Publicamos lo que nos dicen que es la verdad. Y si hay que rectificar rectificamos.
Sabe muy bien guardar su distancia. Define muy bien a quien le habla de tú o de usted. Y si alguno de sus reporteros de pronto se lo toma como a un padre tiene la suficiente educación y el carácter para diluir el malentendido. Porque es precisamente eso, cuervo blanco entre los mexicanos “importantes”: un hombre educado, desde los primeros pasos. Siempre contesta el teléfono, así sea la persona más humilde, una trabajadora, un chofer, un ayudante. Pero no por su estilo y su elegancia es un caballero andante. Lo es y lo ha sido en el sentido más cervantino de la palabra: por su aventura toda a lo largo de una vida, por la entrega a un oficio que no es para ganar amigos sino a veces, desgraciadamente, para perderlos. Y es, además, una escuela.
Ante todo la moral de no hacerle el vacío a nadie. La noción de que el derecho a la información es un derecho de los lectores, más que de los periodistas. La costumbre de nunca pedirle nada a nadie. Los sueldos eran modestos en Proceso, pero parte de las ganancias de la revista era para que sus reporteros, cuando salían a reportear en los estados, no anduvieran dando lástimas ni aceptando nada de los gobernadores. Podíamos ir a los mejores hoteles y comer en los mejores sitos.
Si alguna vez o más de una vez hubo alguna amenaza de muerte, Julio Scherer nunca la denunció en las páginas de Excélsior ni en las de Proceso.
-Son gajes del oficio y es mi problema si yo elegí este oficio. El lector no tiene por qué enterarse. No es asunto suyo cómo yo consigo la información ni qué problemas puedo tener. El reportero está detrás, se pierde, no es protagonista.
La ética y la elegancia en un mismo gesto.

En mi novela Pretexta o el Cronista Enmascarado, de 1979, hay una página en la que ensayo un retrato del profesor Álvaro Ocaranza que en la realidad, y sólo en gran parte, es Julio Scherer:

Al volver a la carga el Director era un toro moviéndose en la oficina de la redacción: miraba por la ventana, hojeaba con avidez todos los periódicos de la mañana, se le ocurrían ideas para nuevos reportajes, sugería temas a investigar, entrevistas, sin dar órdenes, estimulante, dueño del mundo, incontenible. Parecía recién salido de la alberca, en posesión de una energía sobrada pero siempre bajo sereno control. Se volvía, según nosotros, quijotesco: el hombre podía ser derrotado pero jamás vencido. Era un caballero andante. Era una escuela. Era un optimista irredimible.
De estirpe germánica, el brío era su ritmo. El brío. Lo que a él lo movía era la decisión de hacer periodismo, de jugar como un niño sabio así fuera en el periódico más importante y grande del mundo o con un mimeógrafo rudimentario. “El acontecimiento me subyuga.” En el juego, en el hacer, estaba el sentido de sus acciones y no tanto en su proyección cuantitativa. Por eso estaba seguro, porque en sus alzas y bajas en ese viraje frecuente del escepticismo a la confianza, el Director sabía, como Scott Fitzgerald, que las cosas no tenían remedio pero al mismo tiempo había que hacer algo por cambiarlas. Su valor, su coraje para oponerse al sistema, su capacidad de indignación… eso era lo que lo mantenía en pie y lo salvaba de caer en el estercolero de la moral ambiente.

En otra parte escribí que en la sala de redacción veíamos las mismas máquinas de escribir que en los telégrafos. Los ceniceros repletos, los compañeros desvelados, alegres o serios, telegrafistas periodistas. Los escritorios de metal. Las fichas de dominó. Mandábamos mensajes. Éramos periodistas en espera de la clave Morse que nos dijera quiénes éramos y de qué servía el periodismo.
Una noche llegó el telegrama: no sirve más que para ser un transmisor, un organizador de frases e ideas ajenas, al servicio de la comunidad y del poder, un correveidile, desde la ingenuidad propia de los ciudadanos que no imaginan lo que hacen quienes están verdaderamente en la dimensión fantástica del poder y del crimen. Un trabajo de escritores sin el narcisismo de la autoría.
Fantaseábamos con que la redacción de la revista en la colonia del Valle era una base de cazas militares en el golfo de California y que librábamos una batalla aérea con nuestras máquinas de escribir que eran como metralletas voladoras y como nuestros aeroplanos que sonaban como saxofones, según decía William Faulkner, en una isla de Fresas como la de Trampa 22 en el Mediterráneo.
Julio, el comandante en jefe, andaba solo en su messerchmidt y se comunicaba por radio a la base con nosotros. Había reporteros muy valientes que arriesgaban la vida en sus spitfires, zeros, vultees, mustangs, tigersharks: cada uno en su avión caza, Paco, Efrén, Vicente, el Gerry Galarza, Nacho Ramírez, Marín, Corro, Rafael, Armando, Cabildo, Rodrigo Vera, Homero, Lucía Luna, Anne Marie, Elías, el Billy Correa y el Fede Erratas. Conocimos el país. Volamos sobre la Baja Caalifornia, el desierto de Sonora, la barranca del Cobre y la selva chiapaneca. Nos encantó combatir juntos -con nuestro mariscal de campo a la cabeza- durante treinta y cinco años. No ganamos ni perdimos. Quedamos empatados con la vida.