Por Misraim Olea Echeverría

El asesinato de las hermanas Mirabal en República Dominicana, a finales de los 50’s dio pie a que cada 25 de noviembre se conmemore el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, desde 1981.

Para hacer notar que los gobiernos, funcionarios e instituciones son conscientes de este objetivo se usa el color naranja, que además de visibilizar la problemática que padecen todas las mujeres y niñas, simboliza el compromiso por lograr el anhelo de vivir una vida libre de violencias machistas.

La lucha por erradicar las violencias contra las niñas y mujeres ha ido creciendo y poco a poco (muy poco para ser sinceros) algunos hombres han tomado conciencia y si bien no visten de naranja cada día 25 se han ido deconstruyendo, que es lo importante.

El color naranja no es sólo el tinte de una prenda, un moño o el tono con el que se ilumina un edificio, es una causa y tiene un objetivo justo, que al igual que otros movimientos sociales, cuando uno no se siente identificado está de más usar una prenda naranja, porque solo se trivializa y su verdadero significado se desvanece.

Hacer conciencia de que todos los hombres de alguna manera ejercemos un tipo de violencia contra las mujeres es un proceso personal que requiere de valentía, sensibilidad e interés.

Valentía para enfrentar a otros hombres cuando censuran, ofenden, cosifican, pasan el “pack”, violan y matan a la mujeres; valentía porque el machismo es peligroso hasta para uno. Sensibilidad para entender que nacer hombre es un privilegio que nos evita padecer situaciones normalizadas e invisibilizadas, sensibilidad para cuestionarnos y entender en qué punto y de qué manera transgredimos los derechos una mujer. Y finalmente interés, para ayudar a quitar los techos de cristal, aceptar a la mujer como un igual, codo a codo crecer, impulsar y juntos ayudar a evitar trivializar el naranja.