A unos días de cumplir 65…

A punto de ser adulto mayor oficialmente me encontré una perla declarativa en boca del científico mexicano, especialista en cosmovisión americana, Alfredo López Austin: “Una persona exitosa no es aquella que gana mucho dinero o que obtiene muchos premios, sino aquella que es feliz con lo que hace”.

Yo soy feliz con lo que hago, así que hago mía la reflexión del estudioso de la UNAM y celebro tener estas coincidencias de vida.

Más adelante, en la entrevista, encuentro más penínsulas, extensiones comunes como si pertenecieran a un mismo cuerpo.

Recordando su educación familiar afirma: “Nos enseñaban algo muy saludable, nos enseñaban a trabajar. Combinábamos las vacaciones de la escuela con periodos de trabajo familiar muy productivos. Trabajaba con mi padre en cosas de ganado, lo acompañaba a hacer la compra y venta de los animales”.

Su infancia y juventud se parece a la mía. En la edad adulta nuestros caminos afines se bifurcan. Él, ahora, y desde hace décadas, hace ciencia. Yo apenas deletreo la vida de la gente donde vivo y cuento cuentas del cuento que vivimos todos los días.

Lo que recuerda el investigador de su infancia y primera juventud guarda analogías con algunos pasajes de mi vida nómada.

Entre idas y venidas entre las ciudades donde mis padres me enviaron a estudiar, la Puebla de 500 mil habitantes y con olor a mixiotes de borrego; la pueblerina Pinotepa destruyendo su glorioso pasado para uniformarse de cemento con edificaciones del peor mal gusto que he visto en la vida; la CDMX y mi amada Universidad Autónoma Metropolitana, ubicadas entre basureros, lagos e industrias, y que me cambió la vida de manera definitiva.

Como a López Austin sus padres, los míos me enseñaron a trabajar como lo hicieron con todos mis hermanos.

Algunos, descargados de obligaciones familiares, seguimos trabajando aunque ya estemos jubilados o pensionados como un mecanismo de ahuyentar la ansiedad y el hastío.

Mi padre fue de todo. No había oficio que no haya aprendido el huérfano para sobrevivir. Pero más lo conocí como carnicero y teníamos en casa una carnicería. Además ya al lado de mi madre, su leal compañera, se hicieron ganaderos.

Fueron comerciantes, fueron carniceros, teníamos carnicería, así que yo también vendí carne y me acostumbré al desagradable olor de los animales muertos, a cortar materia muerta con filosos cuchillos que alguna vez fueron hasta calar mi piel… y ahí aprendí a despreciar el olor de la sangre.

Mi padre también compraba ajonjolí, cada año se llenaba hasta el techo la casa vieja de semillas que encostaladas y en grandes camiones era transportada al puerto de Acapulco. Recuerdo que siendo un niño de 12 años acompañé al chofer Hermilo Camacho a entregar la carga a un comerciante del puerto, que me pagó mucho dinero en efectivo.

Como poseíamos abarrotes, la tienda más grande del pueblo, comprábamos y vendíamos de todo en la casa, desde una aguja hasta toneladas de maíz, ajonjolí, frijol, mantas, petróleo, aguardiente, cigarros, etc.

Ahí aprendí a sumar, restar, dividir, multiplicar sin lápiz ni papel antes de ir a la escuela. Habilidad que aún conservo.

Cuando vivía en el pueblo había que dar de comer a las bestias: caballos y mulares. Había que llevarlos al cristalino arroyo que cruzaba Huazolo a darles agua, bestias que también trabajaban como nosotros, todos los días. Y hacer mi turno diario, de lunes a lunes, en la tienda, vendiendo y cobrando. Ya lejos físicamente de la casa familiar, al regreso de vacaciones, había que trabajar.

En mi descanso escolar siempre que regresaba a Huazolo había algo que hacer, en la casa o el campo, donde mis padres dando el ejemplo siempre iban al frente. Y un ejercicio laboral anual en tiempos de lluvia, entre julio y agosto, que era empastar los cerros con zacate Guinea para nuestro ganado.

Nunca vi a mis padres a la retaguardia, ni echados en la hamaca a medio día. Desde que amanecía hasta que caía la noche había algún quehacer.

Eso representaba algunas ventajas, frente al resto de mis amigos que pasaban mayor tiempo jugando: casi siempre encontré alguna monedita en la bolsa de mi pantalón y hasta podía hacer ahorros para el regreso a la ciudad y la escuela.

En Huazolo casi siempre tuve para comprar un barquillo (helado) de vainilla, que por la tarde saboreaba sentado en la plaza verde cubierta de bramilla, mientras me perdía en senderos del pensamiento mirando en las ruinas de la iglesia vieja, herencia de los dominicos.