Misael Habana de los Santos.
Al amanecer del miércoles 25 de octubre, los acapulqueños quedamos expuestos a todo, frágiles, nos vimos desnudos. El huracán Otis había intentado expulsarnos del paraíso. Pero nos aferramos a la vida como las cucarachas y aquí estamos narrando nuestro resurgimiento.
La ciudad, ahora sin árboles, muestra su aterradora apariencia. Acapulco, hasta antes de Otis, era una vegetación exuberante que enfrentaba día a día el destructivo crecimiento inmobiliario, consecuencia de la industria turística que beneficia a muy pocos y arroja a las mayorías a niveles de supervivencia.
Las empresas inmobiliarias corruptas y fraudulentas, saltando normas y reglamentos locales y federales o comprando voluntades, fueron las que iniciaron la destrucción ecológica del puerto con complicidad de los distintos órdenes de gobierno, sin que aún se les haya fincado alguna pena como responsables del desastre. Así construyeron en humedales, poniendo en extinción grandes zonas lagunares pobladas de distintas especies de manglares.
Edificaron torres de cartón y cristal, sin plantas tratadoras residuales, que descargan en el mar; se apropiaron y privatizaron playas cerrando el paso a acapulqueños y a turistas menesterosos.
Por los intereses de los empresarios, Acapulco fue transformado en un set cinematográfico para el disfrute de los adinerados y viciosos estadounidenses expulsados de Cuba por la Revolución cubana y también para la floreciente clase media mexicana en los años del alemanismo, sedienta de consumo y estatus según dictaba la televisión.
Para ellos se montó en el paraíso natural este “paraíso artificial”, un pueblo mexicano según Hollywood, en un puerto del sur de pescadores pobres que fueron sometidos a balazos por caciques y sicarios al servicio de quienes traían los billetes verdes.
Y así, en este plató, se realizaron y adelantaron muchos capítulos para varias temporadas: Acapulco, Amor y Vida, como una tenebrosa telenovela futurista que traza nuestro porvenir en una especie de destino manifiesto como país manufacturero: Coca Colas, McDonald’s, Ford, drogas, delincuencia, prostitución, dólares y mucha, mucha televisión.
Los dueños del nuevo Acapulco, expropiado a sangre y fuego a sus legítimos dueños por políticos priistas y gamubinos convertidos con los años en pomposos empresarios turísticos.
El fenómeno meteorológico había hecho su trabajo devastando nuestra apariencia turística, el “mexican curious” que a tanto gringo ignorante sedujo con sus margaritas sunrise por años, hasta que el modelo se agotó y hubo que maquillar al puerto de otra manera.
Y así, la imagen del Acapulco que no duerme, el puerto de ensoñación donde todo está permitido, sostenida con alfileres y la mercadotecnia creada por una iniciativa privada voraz, depredadora, en su búsqueda de dinero y plusvalía, construyó destruyendo el paraíso, un set de cartón y aluminio acorde a las necesidades de un mercado frívolo, consumista, en búsqueda de sensaciones.
Los que vivimos en Acapulco, hombres, mujeres, animales y vegetación, por momentos todos en peligro de extinción, 20 días después de Otis estamos vivos: la selva baja caducifolia reverdece, las aves vuelan… Bueno, hasta un acapulqueño, transformado en comerciante ambulante por el huracán, en una camioneta destartalada recorre las calles y las colonias de los cerros anunciando a través de una bocina: ¡Cocas! ¡Coca Colas frías de 600 (ml) a 25 pesos!
Fotografías: Víctor Gómez.